El macizo de Anaga, en la isla de Tenerife, reúne la mayor concentración de lagares excavados en piedra de Canarias: 165 en un territorio declarado Reserva de la Biosfera por la Unesco. Aquí hay parras que crecen salvajes como enredaderas en los árboles del monte y los más viejos dicen que hasta los guanches tenían uva, algo aún sin demostrar.
Los lagares excavados en piedra (también llamados lagares rupestres) son una constante en la Historia desde que el ser humano hace vino, pues en algún sitio había que pisar la uva para obtener el mosto.
Existen lagares rupestres en la Península Ibérica datados entre los siglos VII a. de C. hasta la Edad Media y, en algunos casos, hasta el s. XIX.
En las islas Canarias, donde se introdujo el cultivo de la vid tras la conquista castellana en el siglo XV, este tipo de lagares también está presente, de forma dispersa, allí donde el agricultor disponía de alguna roca de gran tamaño que poder vaciar. Anaga, sin embargo, es un caso aparte: lugar marcado por la inaccesibilidad, dado lo abrupto y selvático del territorio, finalizada la conquista de Tenerife en 1496 se convirtió en refugio de guanches que no se integraron en la nueva sociedad creada por los castellanos, pero también en sitio de poblamiento para colonos que tras un breve período de tiempo dedicados al cultivo de la caña de azúcar, se pusieron a producir y exportar vino. Las bodegas estaban en la costa, para estar cerca de los puntos de embarque en Afur, Tachero y El Roque. La viña, sin embargo, estaba en el monte, en escarpadas laderas donde se crearon bancales y en cuyo entorno fueron surgiendo numerosas y pequeñas aldeas.
Entre acarrear pesadas cestas de uva a las bodegas de la costa, por serpenteantes senderos que sortean fuertes desniveles de terreno y cruzan barrancos, o hacer el recorrido en menos viajes cargando sólo el mosto en foles de cabra, el agricultor escogió, obviamente, lo segundo. Lo único que necesitaba era tener un lagar junto a su viña y así fue como Anaga se llenó de lagares excavados en la abundante tosca roja del lugar, ya sea por desprendimientos o por afloramientos rocosos. Allí donde el campesino tenía un “bolo”, que es como llama a estas grandes rocas, excavaba un lagar con la prevención añadida de hacerlo aprovechando la piedra extraída, tallada como bloques para construir paredes de casas, sobre todo las esquinas.
Pero, ¿por qué el esfuerzo de cada agricultor por construirse el suyo en vez de hacerlos colectivos y compartirlos? Juan Romero Prieto que procede de una de estas aldeas, Los Chorros, en el lugar conocido también como Los Auchones, lo explica: “Cada familia necesitaba tener su propio lagar, porque todos cortaban el mismo día. Estaban tres días vendimiando y eran tres días echando uva a lagar, no podías esperar a que una semana pisara uno y la siguiente el otro”.
Por eso hay aquí más lagares de tosca (así los llaman) que en el resto de las islas Canarias. “Donde aparecía un bolo de piedra labraban un lagar, tenían esa necesidad”, añade Romero, que movido por la curiosidad se dedicó a inventariarlos todos.
La construcción-excavación de estos lagares comenzó, según el documento más antiguo al que ha tenido acceso Juan Romero, en torno al año 1600. “Un documento que habla de particiones y nombra una huerta con un lagar de tosca en las haciendas del barranquillo de La Higuera de la Sombra. Por cierto, ese lagar no lo encontramos”, precisa. Y el último del que tiene noticia, fue en los años 60 del siglo XX. La mayoría, si no todos, están hoy en estado de abandono o de desuso. Del mismo modo que mucha viña que se cultivaba en siglos pasados, forma parte hoy de la vegetación silvestre del monte y trepa como enredadera entre los árboles de la laurisilva.
La gran antigüedad en la tradición de excavar lagares y el hecho de que exista viña en estado salvaje lleva a los viejos a hablar de “la uva de los guanches”, dice el investigador José Espinel Cejas.
Según precisa Juam Romero. Además, parte de esa viña y de esos lagares están en un lugar que se llama la Ladera de los Guanches, “una zona arqueológica impresionante, con varias cuevas”, argumenta. Entre ellas la conocida como Cueva de los Guanches, del mencey Beneharo, “una cueva enorme donde se encontraron muchos restos que mi bisabuelo Juan donó y se llevaron al Museo Canario”.
“Yo he oído varias veces a los viejos decir que los guanches tenían vino, algo que no puedes contrastar ni comprobar”, añade Espinel. “Pero hay que sospechar algo, porque la cultura de la viña en el norte de África lleva miles de años, en Cabilia y en Marruecos todavía hay tradición vinícola, aunque ha sido perseguida por el Islam. En bereber existe la palabra vino, como me ha dicho la antropóloga Yacine Tasadit”.
Espinel destaca la presencia de lagares en Anaga (también en otros lugares del archipiélago) que emplean técnicas distintas a la de viga con husillo que llegó a Canarias tras la conquista castellana: el lagar de burra (en el que de la punta de la viga se cuelga una cesta que se carga con bolos, “de tradición fenicia, no existe en España”, asegura) y el lagar de bolos (“que está en la finca de Los Morales, en Anaga, donde pisaban en el lagar, hacían el pie con anea de barranco, ponían los palos arriba y encima montaban una laja de piedra y sobre ella ponían los bolos”, explica Romero).
Sean técnicas importadas de otros lugares o culturas, o el simple ingenio del campesino para emplear aquello de lo que disponía, lo cierto es que hasta el momento no se han hallado restos arqueológicos de la época precolonial que permitan afirmar que los antiguos canarios tuvieran uvas, y mucho menos que conocieran el vino. Así lo confirma el arqueólogo Jacob Morales, especializado en semillas de los aborígenes. “Sí se han encontrado pepitas de uva en algunos yacimientos de Gran Canaria, por ejemplo, pero han sido datadas por el carbono 14 en fechas posteriores, como el siglo XVI”.
FUENTE: Revista pellagofio N° 32